domingo, 30 de agosto de 2009

NI EN SUEÑOS
Un sobresalto estremecido me dilata las pupilas, cuando el sonido del timbre de la puerta de calle, rebota como un resorte acústico en las paredes de la cocina donde está instalado el contestador. Guardo silencio y camino en puntillas a espiar por las hendijas de la persiana para ver quién es, con la cauta esperanza de estar despierto y lo que ocurra esté en la dimensión de lo real, que no lo estoy soñando, porque le temo a mis sueños desde que descubrí que activan un universo extraño y fatídico, donde he perdido completamente mi autonomía, atrapado por un aumento de la imaginación tal vez, al punto de no poder diferenciar que cosas suceden de verdad y cuales conforman el denso misterio de mis sueños.
El origen de este confinamiento mental, está como toda actualidad en el pasado y como no tenemos el privilegio de elegir los materiales con que construimos el pasado y su memoria, lo hacemos a través de la bruma traslúcida del olvido, como una forma de catarsis que nos permita expurgar las pasiones que nos dominaron, expiando culpas ignoradas, desterrando voces y exhumando amores, entre otras formas difusas con que la memoria impalpable y fugitiva, va dejando a nuestro libre albedrío, los atajos que nos aproximan o alejan del inventario de lo vivido, donde siempre reclamará un lugar aquello que negamos u ocultamos.
Dentro de este inventario, comenzó mi agonía marginal y subalterna, aunque en ese momento no supe lo que ahora sé, que el prólogo de mi odisea se remite a los días en que mi padre le entregaba sus últimos latidos, a una vida que inexorablemente lo abandonaba en la sala de terapia intensiva de una clínica, cuando la noche previa a su muerte, tuve la primera visión de un sueño artificioso y oscuro al que no le di mayor trascendencia. En la escena onírica, alguien tocaba el timbre de la puerta de calle y yo veía a través de la ventana de la cocina, que mi padre atendía a un hombre joven, de unos treinta y cinco años más o menos, mas alto que él, de pelo castaño oscuro cubriéndole las orejas, la nariz redondeada en la punta y unos ojos pequeños de mirada afable, donde el brillo normal transmitía la virtud de despertar confianza. Vi que el extraño se agachaba levemente para susurrarle algo al oído, lo palmeaba suavemente en el hombro y se marchaba. Solo en esto consistió el sueño y apenas si lo recordé al levantarme y mucho menos el resto del día, que lo pasé reprimiendo el dolor por la pérdida, dado que debí hacerme cargo de organizar su funeral.
Tres años después, la salud de mi madre comenzó a deteriorarse y los diagnósticos de las distintas patologías que sufría eran cada vez mas complicados, de modo que cuando la ciencia médica vislumbró su derrota, nos encomendaron a los familiares, que cualquiera fuese la fe que profesáramos nos encomendáramos a ella y a la fortaleza de espíritu de la paciente, con la esperanza de que sobreviviera un par de años mas. El caso fue que una noche, la visión de aquel sueño inconfesable se actualizó y esta vez, quién acudía al llamado desde la puerta de calle era mi madre, para recibir el cuchicheo incognoscible y la suave caricia en el hombro del mismo personaje que en el otro sueño visitara a mi padre. A los dos días, ella fallecía y tras el duelo y los consuelos, hijos y parientes volvimos cada uno a sus respectivas militancias, o sea, al suicidio cotidiano de la resignación y la rutina.



No sé que fue, tal vez un chasquido de dedos dentro de mi cerebro, lo que me hizo reparar en la analogía de los sueños que precedieron a la muerte de mis padres, para dejarme pasmado por la admirable precisión del presagio y luego ya con el asombro anestesiado, me aislé en reflexiones tan esotéricas como delirantes, hasta que con el paso del tiempo, volví al reencantamiento por la lucha, la alegría, los logros y las derrotas, las utopías y los desencantos para sentirme vivo nuevamente, inmunizado ya de ausencias.
Debe aclarar, que jamás le confié a nadie sobre las oníricas premoniciones, una porque curiosamente nunca sentí el impulso de contarlo y otra porque hacerlo tanto tiempo después, sonaría poco verosímil y hasta podría dar pie a que algún desfachatado, que no escasean por cierto, me encargue que le avise cuando sueñe con un número para jugarlo a la lotería.
No hay dos sin tres dicen y debe ser nomás, porque volvió, volvió como un vicio congénito el Ángel exterminador polinizador de la muerte, él sabe que la fatídica flor no necesita primaveras, porque vive en un ecuador eterno que pasa por la mitad de cada uno de nosotros, que venimos al mundo con su semilla en nuestros genes y germina en nuestro cuerpo que ineluctiblemente se le hará fértil antes o después, dependiendo de la cantidad de resignación con que lo abonamos, o si el destino le apuesta al azar una moneda que da vueltas en el aire llevando nuestro nombre. Volvió les decía, con la intensidad de un sueño patente en el que ahora me llamaba a mí. El joven opaco de mis sueños, quería confiarme al oído de manera inaudible y confidente, los días y las noches que me quedan por delante, pero desperté, zamarreado tal vez por un instinto que no me abandona ni ebrio ni dormido, o quizá por mi conciencia y la conciencia que siempre es un proyecto, sabe que sin vida no hay proyectos.
Por un lado sé que me perdí una charla con un enviado de Dios, pero por otra parte, espero que se le mezclen los papeles y con desilusionada benevolencia abandone la búsqueda y encuentre una puerta mas hospitalaria que la mía, aunque intuyo que si tocó mi timbre, ya dejó a la muerte agazapada en un rincón de mi casa, esperando que la descubra y tienda la mesa del epílogo, invitado al vacío absoluto de ser mi propio anfitrión.
Para sobrevivir a mis sueños funestos, adopté la estrategia de no atender el timbre de la puerta y me impuse la prohibición de dormir, para que ningún sueño me sorprenda con la guardia baja y le dé la oportunidad al perverso emisario de secretearme lo que no quiero oír, lo que no quiero saber, prefiero las pastillas y las jaquecas, prefiero mis aversiones secretas, mis fobias y manías obsesivas, cualquier cosa que desmantele su objetivo, porque si uno no quiere dos no pueden pienso, mientras trato con gran esfuerzo, de prolongar la vigilia que me mantiene alerta como un centinela, para resistir, hasta el límite en que el hartazgo por la lucidez, la ansiedad y el pánico, me terminen llevando hasta la puerta de calle, para dilucidar definitivamente la angustiosa sospecha, de que el siniestro mensajero me espera cómodamente instalado en mi subconsciente, durmiendo a pata suelta y soñando conmigo.

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