lunes, 17 de agosto de 2009

EL PACTO

“UN PACTO DE AMOR Y DE MUERTE” titularon los periódicos mas sensacionalistas y la noticia con título catástrofe recorrió el país. Tenía un sesgo romántico el luctuoso suceso ocurrido en Cerro Catalina un pueblo chacarero de veinte mil habitantes en la provincia de Buenos Aires, donde una pareja de amantes fue encontrada sin vida dentro del panteón familiar que guardaba los restos de los padres de ella.
Los periódicos no escatimaban espacio y los noticieros de televisión llenaban horas con conjeturas acerca de cómo habían acaecido los hechos, compitiendo por tener la primicia esclarecedora, luego de que fueran descubiertos los cuerpos ya descompuestos y después de mas o menos veinte días de haber ocurrido el deceso según los médicos forenses. Se envenenaron opinaron algunos, se dejaron morir de hambre y sed dijeron otros, él la mató y luego se suicidó especularon los investigadores, pero el informe de la policía científica llegada de la capital de la provincia arrojó una conclusión que desorientó a todos. La pareja había muerto de muerte natural, de inanición o infartados, como si hubiesen decidido encerrarse allí a sepultar la osamenta de su amor heresiarca con un suicidio bizarro, desprendido de toda necesidad de belleza, pero que conlleva su propio mensaje con alguna forma de sentido estético que le da el amor. El caudal arrebatador de la pasión le da sentido y la antítesis que representan dos cuerpos putrefactos como símbolo subliminal, marcan a una sociedad vacía donde no conmueve la muerte, sino el suceso y el morboso mito que nace de ella.
A la sombra de un muro, un hombre de aspecto precario, con un pie en tierra y la otra pierna a horcajadas sobre el asiento de su bicicleta hojea el periódico con el seño adusto y sombreado por la boina que lleva requintada sobre su ojo y oreja derecha. Es el cartero del pueblo y último marido de la occisa. Él, que recorre y conoce todas las calles, que visita todas las casas, a quién todos conocen y aprecian. El, que llevó tantos mensajes esperados y de los otros. El, que siempre sintió la importancia de ser el hilo comunicante entre la gente del lugar y el resto del mundo, se encontraba ahora con la saca de cartas a cuestas, sin animarse a tocar un timbre o a anunciar su presencia con la voz engolada y estirando la o, convirtiendo su modo de decir cartero en una impronta que lo llenaba de orgullo, porque ese pregón le otorgaba un título que solo él ostentaba y lo convertía en uno de los personajes imprescindibles del cuerpo social de su pueblo, y ahora, su honor mancillado abandonaba su escondite tras la catarata de rumores, que había logrado contener hasta aquí con su facultad de inspirar confianza y el dejo triste de su sonrisa. Pero de pronto, la vida en una forma caprichosamente brutal, le estremecía el presente con un dato de la realidad que lo ponía en la vidriera mas vergonzante para cualquier hombre, condenándolo a rogar indulgencia para su aura envilecida, sabiendo que ya no podrá mirar a la cara a sus vecinos, ni soportar ningún comentario en boca de las chismosas por mas prudente que este sea, ¿cómo darle a alguien el pésame por la muerte de su mujer, si ella murió abrazada a otro y todos lo saben?
El hombre monta la bicicleta y regresa, pedaleando despacio, dando barquinazos por la estrecha huella de tierra que viborea entre el pasto silvestre, rumbo a su casa, el único refugio que lo protege de los tumultos del pueblo, hoy atestado de periodistas especializados en sucesos policiales y de turistas y enamorados de todas partes que vienen a jurarse amor o pedir milagros ante esa tumba que simboliza para ellos la exaltación de la entrega total.



Cuando llega, guarda la bicicleta, arroja la saca al piso, se deja caer en el lado de la cama que ocupaba ella, recuesta suavemente la cabeza en el hueco inolvidable que dejó su nuca en la almohada y desde ese abismo, un cabello largo apenas ondulado le cosquillea en una oreja, él lo toma entre el pulgar y el índice, lo levanta, lo mira a trasluz y lo agita levemente como queriendo darle vida antes de depositarlo delicadamente sobre la mesa de luz y cerrar los ojos para volver a desandar los intersticios de la trama fatal y sus secretos que solo él conoce, puesto que su pacto fáustico se originó junto a sus sospechas toda vez que su mujer se vestía y maquillaba como para una fiesta los martes y viernes, con la excusa de que iba a llevar flores a la tumba de sus padres. La siguió una vez y al verla entrar al cementerio, regresó culpándose por su desconfianza, hasta que un amigo del club que tenía un puesto de venta de flores frente a la entrada del cementerio, volvió a referirse a la frecuencia con que veía a su mujer salir de allí con alguien que presumía es un pariente, un viajante de comercio que viene al pueblo los martes y viernes y seguramente comparten el cuidado del panteón familiar. Él dijo que por supuesto lo conocía, que era un primo de ella, y allí quedó la cosa.
En los pueblos rurales no hay muchas distracciones, por lo que los hombres de noche van al club a jugar cartas y de día en tiempo libre salen de cacería. A su mujer no le extrañó que ese viernes el cargara su escopeta y saliera rumbo al campo como tantas otras veces. Tenía fama de buen cazador, criado en al campo y entre bichos como solía decir, conocía sus costumbres y era muy ingenioso tendiendo trampas, se ufanaba de tener paciencia y le daba lo mismo cazar de día que de noche. El hecho es que ese día no fue de caza, dio un largo rodeo y fue al cementerio, empujado por la pulsión de la duda, carcomido por unos celos punzantes que tensaban la cuerda que lo atraía al abismo donde quería creer que su imaginación lo gobernaba, pero lo que vio, desde su oscura perspectiva de fisgón por la pesada puerta de hierro apenas entreabierta del panteón, le confirmó la impudicia con que su mujer era capaz de elaborar una historia libidinosa y transgresora mas allá inclusive de alguna creencia religiosa que evidentemente no le impedía la herejía de profanar hasta el sepulcro de sus padres.
Se marchó de allí como un espectro vacío, y desde la atrofia espiritual en que cayó, fue tramando el andamiaje del plan que llevaría a los infieles a conocer el interior de su propia tumba.
El martes siguiente, llovía cuando él saltó el paredón trasero del cementerio y un trueno tapó el sonido horrísono del candado con que selló por fuera la puerta que albergaba a los dos amantes y se marchó al club para desviar cualquier sospecha. Dos días después denunció la desaparición de su esposa y casi un mes después, fingiendo llevar flores a un viejo amigo fallecido, asegurándose de que nadie lo viese, se acercó al panteón cuidando de no hacer ruido con sus pasos, como un cazador frente a su trampa, contuvo la respiración cuando retiró el candado y una curiosa morbosidad lo impulsó a abrir apenas la sólida puerta que emitió un leve quejido desde sus carcomidos goznes y lo obligó a retroceder ante la hostilidad del nauseabundo olor a podredumbre orgánica, quitándole valor para mirar al interior, volvió presuroso al club donde la riqueza imaginativa del chisme había llegado a el punto de inflexión en que ya nadie le preguntara por su mujer.


El posterior descubrimiento de los cadáveres, no arrojó luz sobre el misterio que abrevió sus vidas. Se habló del carácter de ella, que él era casado y vivía en un pueblo vecino, alguien dijo que era una historia de seducción y engaño y otros conceptos iguales de abstractos, todas opiniones útiles solo para manipular la información. En definitiva, la libertad sexual en estos pagos chicos, es una ofensa para la hipocresía de sus habitantes y se paga caro el coraje de desafiar los códigos que los unen de manera inconsciente, y los hace espiarse unos a otros tras las cortinas metafísicas que conforman el folclórico conjunto de pacatería y creencias comunes que los identifica.
Al comisario del distrito, no le cerraban ninguna de las teorías en danza. Que pertenecían a una cofradía ocultista y otras opiniones amasadas con supersticiones, que voluntad de muerte o pacto fatal, ninguno de estos argumentos lo convencía y quería indagar al marido y a la esposa de los fallecidos, pero cuando le confió sus sospechas al intendente, este lo disuadió rápidamente, con el argumento de que la fugacidad de un hecho inolvidable le había dado al pueblo una trascendencia inusitada y la posibilidad de transformar su realidad. Acababan de crear un mito que atraía turistas y ya estaban organizando un gran día de San Valentín, para que enamorados de todas partes del país, acudieran a renovar sus juramentos o a pedir retornos imposibles ante el ícono de un amor que con su mancha pecaminosa muere como un Dios, para expiar de culpa la conciencia de todos los amores y consume el milagro de resucitar cada día, exhumado por la necesidad de construir un mito.
El pueblo tenía ahora dos muertes sin resolver, que les garantizaba a las víctimas una trascendencia rayana en la inmortalidad y a los lugareños, la posibilidad de inventar una tradición que genere mercado y localismo, para evitar que los jóvenes emigren y aprovechen allí, en sus propias coordenadas, el hedonismo del consumo de personas lo suficientemente vulnerables al desvalor moral, como para conferirle preeminencia espiritual a un hecho abismal y convertirlo en una fábula romántica con aires de tragedia griega.
Tendido en su cama con la boina tapándole la cara, el cartero se convence de no haber matado a nadie, el solo cerró una puerta piensa, mientras sobre la mesa de luz, aplastado por el peso de un cabello largo apenas ondulado, el candado de bronce tiene un brillo acechante, como los ojos de un cazador.
Aníbal Hall (2007)

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