domingo, 30 de agosto de 2009

LE VIOLINISTA
Reverberan las notas de un violín y se filtran serpenteando como volutas de humo por la celosía de la ventana que da a la calle, justo frente a mí, que me hallo sentado tomando un café en una de las mesas que el bar dispone en la vereda de enfrente. La maravillosa melodía envuelve a los irreverentes transeúntes trastocando sus pasos entre prisa y demora, para que reciban con asombro y gozo, el inasible documento del espíritu que se desperdiga en el aire cálido de la noche con un delirio festivo, trepidante y sutil como el estallido de una pompa de jabón. La música nos da una identidad común y la compartimos sin egoísmo como quién comparte el pan con sus hijos. El último acorde estremecido del violín tras la ventana, me impulsó a ponerme de pie y aplaudir, gesto que fue imitado por los demás parroquianos del bar y por los que transitaban y se habían detenido a escuchar.
El violinista entreabrió los postigos y desde la penumbra agradeció nuestro tributo, exponiendo el instrumento a la luz de la calle que penetraba ajustada por la escueta abertura y como un reflector oblicuo se posaba sobre el fulgor bruñido de su madera. El artista lo sostenía desde las sombras, como dándole todo el mérito y postergando en la oscuridad el portento de sus manos, la sensibilidad de su oído y la magia de su talento, que por un desorientado azar nos hizo vivir a un puñado de personas, la experiencia del milagro y la del silencio que se abrió cuando cerró la ventana. Debo confesar, que no salí indemne de la ausencia del sonido prodigioso y su misterio evanescente, que me ha dejado mirando la ventana cerrada, evocativo, melancólico y circunspecto como un sobreviviente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario